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Llegamos a Namibe en autobús; un buen autobús que atraviesa una zona desértica llena de encanto en la que vemos algunos pobladores de tribus ancestrales. La pensión Mariner es cara, cutre y está llena de mosquitos del tamaño de perros de presa, pero tras recorrer Namibe cargados como mulas y encontrar la exigua (y mucho más cutre) oferta hotelera al completo nos conformamos. Decidimos que vamos a dormir con mosquiteras para que no nos ataquen esos bichos alados y salimos a cenar un bacalao espantoso que haría jurar en arameo a Vasco de Gama.

A la vuelta nos damos cuenta de que nuestras luces no funcionan y afortunadamente avisamos al muchacho de la recepción. Muy solícito viene a solucionar el incidente y sufre una descarga que deja sin luces a todo el hotel y le hace dar un salto hacia atrás que ni el mismísimo Batman. Pocos después la luz vuelve y aunque el chico se queja de la mano no hay que lamentar males mayores.

Tras partirnos de risa y dar gracias a Dios por no haber tenido la ocurrencia de acercarnos a ese nido de cables por nuestra cuenta nos embadurnamos de Relec, nos metemos debajo de nuestras redes salvadoras y decidimos buscar otro alojamiento al día siguiente.